Escritos de alumnos

martes, 16 de septiembre de 2014

Ciclo de Cine - 17 de septiembre 2014

Ciclo de Cine en la Walsh
Daniel Calabrese, Miguel Palma, Claudia Fares

Let the right one in – Déjame entrar

Película (Suecia 2008) dirgida por Tomas Alfredson, basada en la novela homónima de John Ajvide Lindqvist (2004), quien también escribió el guión.

 

Consigna: Taller de escritura
Escribir un relato realista, maravilloso, fantástico o de ciencia ficción que se ajuste a las siguientes pautas:
a) suceda en el seno de una familia preferentemente no tradicional: padres divorciados, familias ensambladas, miembros ausentes o lejanos, etc. (tomar como referencia los modelos de representación familiares de la película);
b) uno de los miembros de dicha familia es víctima de bullying o discriminación por el motivo que ustedes elijan;
c) al menos uno de los personajes de su relato pretende expulsar al personaje de “b”;
d) al menos uno de los personajes de su relato es un aliado del personaje de “b”;
e) narrador de elección libre.
En parejas, máximo 3 miembros

Fecha de entrega 1° versión: 24 de septiembre

 

jueves, 20 de marzo de 2014

jueves, 21 de noviembre de 2013

lunes, 11 de marzo de 2013

lunes, 17 de diciembre de 2012

Lafforgue, Jorge "Walsh en y desde el policial"



 Hola, este el artículo para conectar "Variaciones en rojo" y Operación masacre... ¡buena lectura!
Walsh En y Desde el Género Policial
Por Jorge Lafforgue
Publicado digitalmente: 31 de julio de 2004
Mientras buscaba renovar el género policial por una senda tradicional, Rodolfo Walsh lo revolucionó desde otro lugar.
Walsh había nacido en Choele-Choel (Provincia de Río Negro) en 1927 y había recibido una educación severa en internados regidos por curas irlandeses. Muy joven comenzó a trabajar en la editorial Hachette, de Buenos Aires, donde tuvo un contacto directo y asiduo con la narrativa policial, que en ese momento gozaba de muy buena salud.
Desde mediados de los ‘40 habrían de aparecer regularmente sus traducciones de Ellery Queen, Víctor Canning y, sobre todo, Cornell Woolrich/William Irish en las difundidas colecciones Evasión y Serie Naranja (aunque también tradujo algún título de El Séptimo Círculo en 1952). Para esta fecha ya ha comenzado a publicar sus propios cuentos en dos revistas de amplia circulación, Leoplán y Vea y lea, cuentos que se mueven entre el relato fantástico (“Los ojos del traidor”, “El viaje circular”) y el social (“Los nutrieros”), que utiliza elementos del policial, género hacia el que se irá volcando el grueso de la producción walshiana en su etapa inicial. Tal preeminencia queda claramente consignada en 1953 a través de dos libros: una antología y tres “variaciones” del autor.
Diez cuentos policiales argentinos tiene mucho de fundacional, porque es, sin vuelta de hojas, la oficialización del género desde su propia dinámica. En la Argentina podemos remontar el cuento y la novela policiales hasta sus lejanos orígenes: Groussac y Varela, respectivamente; podemos seguir con detalle su evolución a orillas del Plata hasta la notable explosión de los años ‘40; podemos, incluso, señalar otros muchos factores complementarios, como colecciones o publicaciones que apuntalan esa narrativa con fuerza; pero todas esas precisiones, que hoy el rastreo histórico posibilita, encuentran su primer alerta o llamado de atención, su primer lúcido reconocimiento global, en la excelente selección de Walsh. El volumen 29 de la colección Evasión comienza con una breve nota introductoria que, a pesar de su brevedad, bien puede considerarse como el primer ensayo sobre la gestación del género entre nosotros, y, se cierra, espléndidamente, con “Cuento para tahúres”, un texto del propio Walsh.
Por su parte, Variaciones en rojo, libro que será premiado por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, recoge tres novelas cortas de Walsh: “La aventura de las pruebas de imprenta”, “Asesinato a distancia” y el relato que da título al volumen (Serie Naranja, número 192). Estos tres textos, cuya clave es el desciframiento de un enigma, según un razonamiento rigurosamente concatenado, que sortea las apariencias y da “jaque mate” sin adornos ni alharacas, son tres clásicos. Se ha puntualizado con respecto a estos textos el cuidado con que el autor supo vertir las pautas del policial según sus ejemplos más altos: Conan Doyle está sin duda presente en estas Variaciones en rojo que remiten al Estudio en escarlata; en el aficionado Daniel Hernández, que resuelve los casos corrigiendo el saber oficial, el del comisario Jiménez; en la geometrización del espacio narrativo, que evidencian los gráficos; etcétera.
Pero si en este primer Walsh están presentes los maestros de la tradición inglesa del género, no menos -si no más- está presente Borges. En parte por lo canónico compartido, pero sobre todo por la mirada erosionante de esos mismos saberes; mirada que ejerce el humor, la ironía, la parodia; mirada que se posa en varias zonas despreciadas de la producción literaria, en particular sobre ese género de los bajos fondos: el relato policial.
Pocos meses después de aparecido su primer libro y la mencionada antología, en febrero del ‘54, Walsh publica un artículo en el diario La Nación, “Dos mil quinientos años de literatura policial”, que además de ratificar su interés por el género, opta por una variante abierta en cuanto a los orígenes del mismo, rastreando elementos del policial en los textos bíblicos, en los clásicos grecorromanos y, contribución personal, en un preclaro pasaje del Quijote. De modo tal que Walsh no se planta obcecadamente en Poe; y si bien reconoce la existencia de una codificación, no postula que sus artículos deban ceñirse sólo a casos cerrados.
Durante ese año y los siguientes Walsh publica en revistas de interés general tanto cuentos como notas y artículos. Estos últimos pasan de los temas “culturales” a los de “actualidad”; y muchos de ellos aparecen firmados por Daniel Hernández, nombre de aquel esmirriado e inteligente detective de sus primeros cuentos, pero también el confidente -el que escucha, interroga y transcribe- del comisario Laurenzi, protagonista de una segunda tanda de relatos policiales escrita por Walsh de 1956 a 1961 (en la revista Vea y Lea se han podido ubicar siete “casos” de Laurenzi, seis de los cuales recogí en el volumen La máquina del bien y del mal, Buenos Aires, Clarín /Aguilar, 1992, págs. 15-95).
“Traducir” o “nacionalizar” el género policial planteaba -aún plantea- varias cuestiones espinosas a nuestros escritores. Si Jorge Luis Borges y Leonardo Castellani habían brindado respuestas verosímiles, no lograban sin embargo despegarse de las venerables sombras inglesas. La promoción posterior a esos maestros realiza un intento quizá más válido, con un mayor sabor de autenticidad. La figura del detective y el escenario de la acción constituyen dos nudos problemáticos sobre los que trabajan los integrantes de esa promoción. Walsh es uno de ellos y los cuentos protagonizados por el comisario Laurenzi son su mejor apuesta en tal sentido.
Laurenzi tiene rasgos similares a otros comisarios que asoman a la ficción policial argentina por esos años: Laborde (Manuel Peyrou), Leoni (Adolfo Pérez Zelaschi), Frutos Gómez (Velmiro Ayala Gauna). “Todos ellos son provincianos, están solos o no tienen familia y relatan sus aventuras justicieras a un interlocutor -periodista y/o escritor- desde la serenidad que les proporciona su condición de hombres retirados de la institución policial. Estas características, enunciadas con brevedad, permiten recordarnos la filiación a la narrativa ingles clásica, en el sentido de que ciertos tópicos del género, como es el celibato y una acentuada misoginia, persisten entre los nuestros” (Braceras, Leytour y Pittella).
Si bien en un primer momento nos parece advertir una contraposición entre los detectives ingleses, desdeñosos de la policía oficial, y nuestros comisarios que, en tanto tales, pertenecen a la misma; esa diferencia se atenúa notablemente cuando observamos que la relación de nuestros comisarios con la institución suele ser equívoca. Al menos en Laurenzi, a medida que transcurren los años, esa relación
“se va tensionando -como puntualizan las mencionadas estudiosas- de tal manera que determina en él un sentimiento de fracaso como comisario. Por otra parte, y como ya sabemos, esa tensión entre la ley y la verdad está ampliamente tematizada en el género y de la misma da cuenta Walsh al provocar en su comisario una paulatina transformación que lo lleva a colocarse en el punto de vista del criminal, o para decirlo con las palabras del héroe: ‘Yo notaba que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, hacerme cargo. Y así hice dos o tres macanas hasta que me jubilé’.
Ponerse en el lugar de los demás puede leerse como ponerse en el lugar del criminal, compadecerse de él, identificarse con él y de esta manera hasta justificar el delito. Es por eso que en los cuentos que componen la saga Laurenzi, la figura del criminal se desdobla: es ‘victimario’ -mata, roba o delinque-, porque en una situación anterior o simultánea ha sido ‘víctima’ del que a su vez ha sido directa o indirectamente su victimario.”

Tal sería (ha sido en años recientes) una lectura pertinente de la producción narrativa de Walsh en sus doce primeros años, o sea desde 1950 (“Las tres noches de Isaías Bloom”) hasta 1962 (“Cosa juzgada”). Ambos cuentos se publicaron en Vea y Lea, por haber sido premiados respectivamente en el primer y segundo concurso de cuentos policiales organizados por esa revista. En ella, en septiembre de 1961, junto con su también premiado relato “Transposición de jugadas”, que ilustra Hugo Pratt, aparece una nota-reportaje donde Walsh reafirma su convicción sobre “La muerte y la brújula” (Borges) como el mejor cuento policial de autor argentino y Las nueve muertes del padre Metri (Castellani) como el mejor libro del género; pero a la vez expresa que “la literatura policial es un ejercicio entretenido y a la vez estéril de la inteligencia”.
Consecuentemente, en los años siguientes hasta su trágica desaparición en marzo de 1977, Rodolfo Walsh va asumiendo un creciente compromiso con la militancia política (que deriva en su ingreso a los grupos armados del peronismo) a la vez que en un desgarrado abandono de la escritura. Sin embargo, hacia mediados de los años ‘60 aún realiza una intensa actividad literaria, que se traduce en un par de obras de teatro, dos excelentes libros de cuentos (Los oficios terrestres, 1965; Un kilo de oro, 1967), una antología (Crónicas de cuba, 1969) y varios textos que aparecen en volúmenes colectivos o periódicos del momento, como Panorama y Primera Plana. En esta vasta producción, el policial está presente sólo indirectamente, (mediante la utilización de recursos y técnicas del género o en las traducciones de Chandler o McCoy para la Serie Negra dirigida por Ricardo Piglia), como si de esta manera el autor corroborase su alejamiento de todo “entretenimiento”, de toda “evasión”. Pero no, esto supone adoptar una óptica cómoda, situando a Walsh en el desarrollo del género policial en la Argentina junto a escritores como los mencionados Pérez Zelaschi o Ayala Gauna, en un lugar de inflexión nacional, de búsqueda de arraigo, pero que Walsh deja en el preciso momento en que hace pie firme. Como si veinte años después repitiese el gesto borgeano de renuncia al género en su propia escritura (aunque sin dejar las fuertes marcas que dejara Borges en los ‘40). Pero no, otras son las circunstancias y otro el juego.
Es verdad que también podríamos preguntarnos por qué Walsh no adopta el camino que por esos tiempos emprenden algunos jóvenes (Martini, Sinay, Tizziani, entre otros) que se inician en las letras y que ven en la vertiente negra del género una forma de aunar el ejercicio literario con el compromiso político: mediante una prosa fuerte, sin afeites, denunciar a quienes han instaurado en el seno de nuestra sociedad la corrupción y la violencia. La respuesta a este y otros interrogantes debemos buscarla en los textos del propio Walsh; muy en particular en una senda que él comenzó a transitar muy tempranamente (casi al mismo tiempo que bosqueja, por otro lado -¿sin ninguna concomitancia?- la figura del comisario Laurenzi), cuando en el año 1956 emprendió la investigación sobre los fusilamientos ilegales de José León Suárez que le llevará, primero, a las denuncias de Propósitos y Revolución Nacional y luego, entre mayo y julio de 1957, a aquellas notas ejemplares en la revista Mayoría, que conformarán el cuerpo de un libro que se publica en diciembre de ese mismo año: Operación Masacre. Un procedimiento de publicación similar -de las notas periodísticas al libro- utilizará para otras dos obras fundamentales : Caso Satanowsky y ¿Quién mató a Rosendo? Más allá de las diferencias, en particular de acento ideológico, que cabe observar en estos tres libros (a los que bien podrían sumarse algunos otros textos walshianos no reunidos en libro), los tres se encuadran en lo que hoy suele denominarse “periodismo de investigación” o, también y como se lo ha señalado más de una vez, en esa zona de la producción literaria que, a partir de Mailer y Capote, se ha dado en llamar non fiction o “nuevo periodismo” (cfr. Ana María Amar Sánchez: El relato de los hechos. Rodolfo Walsh: testimonio y escritura, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1992, seguramente el mejor estudio en tal sentido).
Como otras grandes obras de la literatura argentina -no por azar surge el recuerdo de Facundo-, Operación Masacre y sus similares walshianos son, considerados desde ópticas convencionales (me refiero a aquellas deudoras de las preceptivas clásicas), híbridos genéricos. Pero, tal vez por ello mismo, son a un tiempo obras fundacionales de la literatura nacional. Obras que violentan los esquemas y los discursos acordados, obras renovadoras. ¿Y el policial? Es obvio que en estos textos Walsh no sigue ningún modelo impuesto, ni clásico ni negro, ni tampoco intenta una traducción plausible. Su propuesta es otra, de otra índole; pero, desde el punto de vista de la eficacia literaria, no hay duda de que los recursos y las técnicas más y mejor utilizados provienen del género policial. Del uso que él supo darles. Apropiación nada indebida, entonces.
Porque escribir dentro de un género supone no traspasar sus límites, acatar sus reglas y convenciones; ya que hasta la parodia más desaforada no las infringe, sino que las deja al desnudo, respeta el juego. Por eso, cuando la escritura desiste de recrearse, cuando sus referentes son los vendavales de la historia y los asume con la plenitud de sus medios, se produce una ruptura. Lo que de esa ruptura surge es nuevo, inédito, no fácil de digerir. Así ocurre en la escritura de Walsh. Sin embargo, al romper su pacto con el género (y pese a su actitud injustamente desdeñosa hacia el mismo) no arroja sus enseñanzas al cesto de los deshechos sino que las potencia, fusionándolas con nuevos aprendizajes, construyendo, con asombro, con exasperación, con lucidez, otro saber.
La elección walshiana, de radical contundencia, no tiene sucesión inmediata. Pero hoy bien podemos considerarla un precedente de los “desvíos” que marcarán años después los mejores textos de Piglia, Martini, Soriano, Gandolfo o Feinmann, deudores confesos y críticos de un género que también ellos supieron renovar en otras instancias.

El artículo de Elena Braceras et al., así como otros estudios sobre la obra de Rodolfo Walsh, que complementan y clarifican algunos planteos del texto precedente y que, en conjunto, ofrecen el panorama crítico más completo sobre el autor hasta el momento, se hallan en el número especial que, bajo mi coordinación, le dedicara la revista Nuevo Texto Crítico, Stanford University, año VI, julio 1993-junio 1994, num. 12/13; 320 págs. [Adenda: Recientemente este volumen ha sido reeditado en nuestro país; cf. Jorge Lafforgue (Ed.): Textos de y sobre Rodolfo Walsh. Bs. As., Alianza, 2000.] (N del A) ( ¿Quién es Jorge Lafforgue?)